Nos encontramos con la gran aventura de Christopher Boone, un niño autista de quince años. Primero decide investigar quién ha matado a Wellington, el perro de la vecina de enfrente, con una horca. Vive con su padre, que se esfuerza en darle todo lo que necesita, y su mascota Toby, una rata. Le encantan las matemáticas, quiere ser astronauta y es incapaz de mentir. El color rojo es señal de buena suerte; el amarillo, puede contribuir a un día negro. Tampoco le gusta el marrón. Pero le encantan los números primos. Su vida da un giro inesperado cuando encuentra unas cartas que su padre escondía en una caja de camisas.
De nuevo una relectura placentera. La novela tiene un narrador inusual y está sembrado de imágenes, las que Christopher percibe en su aventura. Me ha gustado porque he entendido un poco más la problemática de esta enfermedad, tanto para los autistas como para su familia. No es fácil el día a día con alguien tan especial. Luego podrán llegar a ser genios en física o matemáticas, pero emocionalmente están muertos.
Narrado en primera persona tiene la virtud de meternos en la cabeza de un enfermo autista de alto funcionamiento, de hecho Christopher es un genio en matemáticas. Sufre, además, el síndrome de Asperger. Es incapaz de reconocer las emociones, las expresiones faciales y los chistes, no soporta que le toquen y la mentira es algo inconcebible e inaceptable. Los diálogos son brillantes, fruto de su lógica y los convencionalismos sociales de los mayores, que apenas somos capaces de decir la verdad. Es un chico que inspira cariño. A pesar del drama de la historia, tiene momentos de humor.
Él, como todos los autistas, es un número primo. Ese número al que le quitas todo lo que le rodea y queda ensimismado.