martes, 22 de marzo de 2016

Siddhartha, de Hermann Hesse


Esta es una de esas lecturas a las que vuelvo de vez en cuando. 

650 pesetas me costó en la Librería Lara de la plaza Fuente Dorada de Valladolid. No lo recuerdo, es que está el ticket. ¿Año? 1993 probablemente, porque la edición es de noviembre de 1992... Eso si no llegó a mis manos más tarde y por otra vía. Sé que quise leerlo y lo abandoné en las primeras páginas. No me gustaba. Y se cruzó en mi camino años más tarde y me resultó revelador. Tanto que lo subrayé pese a que no me gusta tarar los libros.

Hermann Hesse ya lo descubrió en 1922, después de una crisis existencial que tuvo en el 14. Esta espiritualidad enlaza con el budismo y más que una novela es un poema épico en prosa, incluso unas reflexiones noveladas.

Siddhartha es un joven brahmán que deja su casa y a su familia en busca de la sabiduría. Sabiduría que resulta ser una aptitud o capacidad, no un cúmulo de conocimientos. Comienza como un samana, viviendo como un mendigo, en continua peregrinación. Aprende tres cosas muy útiles: Ayunar, meditar y esperar. Llega a conocer al mismísimo Buda, pero a diferencia de su amigo Govinda, decide no seguirlo para continuar en su propia búsqueda. 

Durante un tiempo (20 años) baja a los hábitos mundanos de la acumulación de riqueza, deseos y tiene una amante, Kamala, que es más que eso ("las palabras son nocivas para el sentido secreto de las cosas; todo cambia ligeramente cuando lo expresamos") hasta que toca fondo y de nuevo lo deja todo. Vuelve donde un barquero que conoció en su viaje de ida a la ciudad y se queda con él. Un barquero, Vasudeva, que ayudaba a cruzar el río a la gente. Un sabio. 

Apareció Kamala por allí, con el hijo de ambos también llamado Siddhartha, pero muere por el mordisco de una serpiente. Siddhartha se vuelca en su hijo, que le desprecia y acaba abandonándole con la misma frialdad con la que él mismo abandonó el hogar de su infancia. Junto a Vasudeva envejece Siddhartha y alcanza el Uno, la Paz, el Todo.

Es difícil entender todas las reflexiones metafísicas del libro (del budismo). O, más bien, asimilarlas. Pero no es difícil darse cuenta de cómo hay que escuchar (al río y sus voces, el mismo río siempre, y siempre distinto). La historia es amena y ayuda a reflexionar sin quebrarnos la cabeza, a cuestionarnos la realidad, la vida que llevamos, lo que queremos y lo que realmente somos.

Colgando de un hilo, de Dorothy Parker

Dorothy es una escritora nacida en el 93 y que nos habla de historias telefónicas. Bueno, ya imaginamos que el teléfono es el pretexto, que lo interesante son las historias humanas. Así, aunque nos hable de teléfonos con cable, conferencias en "larga distancia" y otras antigüedades parecidas, las conversaciones, el humor, el amor, las ansiedades... son las de toda la vida. 

Algunos cuentos están compuestos tan solo de diálogos. Magistrales. No se nos escapa nada a pesar de que no haya narrador. En otros, la descripción el la mínima imprescindible. Y es que reconocemos las dudas de los personajes, sus anhelos, sus inseguridades porque son sentimientos eternos. A menudo hay alcohol, locales clandestinos por la Ley Seca, mujeres modernas que van solas a los bares y mujeres que no se mueven porque se les ha roto una liga. Hay hombres que no las escuchan aunque las oigan, a las mujeres, y esta incomunicación es idéntica hoy en día. Pero, sobre todo, hay humor, cinismo y humanidad.

Dorothy nació en el 93, en 1893, pero sus cuentos siguen teniendo la frescura de lo perenne, el reconocimiento de las emociones universales.

La edición es magnífica, me encanta tener entre mis manos un libro de páginas gruesas, con dibujos (a veces tan solo unas líneas, telefónicas, unos cables rojos...) y con relieve en las portadas. Un libro que huele a papel (¿De  qué harán los otros?), con márgenes y sin líneas apretujadas. Un capricho.

Me habría gustado estar en la tertulia del Algonquin y escuchar a Dorothy en directo. Invitarla a un martini y permanecer callado junto a ella y el resto.

domingo, 6 de marzo de 2016

Swinging Christmas, de Benjamin Lacombe


El dibujante Benjamin Lacombe consigue fascinarme con sus dibujos. Este cuento navideño de Olivia Ruiz es sencillo de leer, con un punto ingenuo y... fallido. Su final cierra una historia sin punto de tensión, que no ha evolucionado de forma verosímil y que me ha frustrado las expectativas que iba creándome.

Lo que más me ha gustado es la banda sonora. Aquí sí que hay una: el libro viene con un disco incorporado (que he extraviado de tanto ponerlo en el coche, en la minicadena, en el ordenador...). 

Me gustaría que otros libros, las novelas que me gusta leer, trajeran su banda sonora, su acompañamiento acústico (y, puestos a pedir, olfativo. ¿Por qué no incorporar pestañas con aromas?) que redondee la percepción sensorial de la historia.

La hoguera de las vanidades, de Tom Wolfe


Sherman McCoy es un broker de Wall Street, algo cretino, de buena familia, en la cresta de la ola social y económica de Nueva York. Vive en Park Avenue, engaña a su mujer, camina con pasos firmes sobre una seguridad ficticia. En el fondo es un tipo inseguro, henchido de soberbia y débil de carácter. Cuando viene de recoger a su amante, vulgar y arribista, del aeropuerto se pierde la salida de la autovía y se mete en el Bronx más marginal, en tierra hostil. Cuando van a ser atracados ella toma el volante y salen huyendo. Sin embargo, hubo un encontronazo que no podrán ignorar y le arrastrará a la desesperación y el ostracismo.

Es uno de esos libros que se convierten en libros de cabecera, de los que te acompañan en las mudanzas. Mi ejemplar se mudó conmigo desde mis tiempos en la biblioteca del Regimiento Acorazado de Caballería Farnesio nº 12 y amarillea, pero no envejece.

Acabará convirtiéndose en un clásico, un retrato de una época, una sociedad, una ciudad. Aquellos legendarios años 80, con su música y su moda, y una ciudad que sigue siendo la capital del planeta.

Ni que decir tiene, me encanta el tema. No he llegado a ser Amo del Universo. Ni siquiera de mi barrio, pero de algún modo, reconozco el ambiente. Parte del mérito, sin duda, corresponde a Tom Wolfe. Puede que sea su mejor libro. Consigue proporcionarte mucha información sin que parezca que que te está soltando toda la documentación que ha encontrado. Los personajes son retratados por sus actos y emociones, el ritmo de la acción te arrastra, como el de la propia Nueva York.

Me gusta menos el abuso que hace de los puntos suspensivos y las onomatopeyas. Aunque no llegan a constituir un estorbo para la historia. 

La verdad poco importa. Lo que más influye es quién y cómo lo cuenta. 

La falsedad del dinero, de las relaciones sociales y de las noticias. Todo es falso. La prensa es un arma, el cuarto poder, al servicio del que paga. Los que dependen de los votos hacen lo que sea necesario para ser elegido (aquí se trata del fiscal de distrito Abe Weiss, porque el sistema americano impone que sean elegidos por sufragio). Las amistades y compañeros de Sherman McCoy le dan la espalda en cuanto su estrella se nubla, sin pudor ni disimulo. Fallon, el periodista sin escrúpulos ni méritos, pasa de estar en la cuerda floja a brillar como el oropel en cuanto tiene la primicia de un caso mediático: un blanco, élite social y económica de Manhattan, es acusado de atropellar a un negro en el Bronx. Su camino hasta el Pulitzer se forjó pisando a alguien. En esto consiste el éxito en la sociedad actual, parece, trepar pisando.

El reverendo Bacon es el típico mafioso que se aprovecha de las minorías marginadas para enriquecerse. Su discurso populista, sus artimañas, su despiadada ambición se llevarán por delante todo lo que haga falta. No le importa nadie.

En las situaciones extremas salen los personajes y cualidades auténticas de cada uno. Quedamos retratados como lo que somos, con luces y sombras. También esto se retrata en el libro. ¡Brillante!

El final. Verosímil, aunque no es el que me habría gustado. Como la vida misma, verosímil (bueno, a menudo no tanto), pero que no proporciona los finales más esperados, lógicos, justos o felices.