Anoche terminé una relectura, porque a veces me apetece disfrutar de nuevo con libros que me gustaron. Esta novela de N. H. Kleinbaum es distinta de la que leí en 1990. En realidad, soy yo el que ha cambiado. Desde el punto de vista literario no me ha llenado como lo hace la historia, el mensaje, siempre vigente: carpe diem.
Y no hay que quedarse en la superficie del adagio, de vivir al día ignorando el futuro. No. Hay que aprovechar el momento, el día de hoy, pero no con la inconsciencia del que no tiene mañana y ha olvidado el pasado. Los tiempos que rodean al presente nos dan una perspectiva necesaria. Frente a esa actitud de irresponsabilidad, a lo que se refiere la expresión latina es a que hay que exprimir el momento actual, vivirlo con intensidad y, sí, también a buscar eso que nos llena, para lo que estamos llamados (vocación significa llamada), lo que nos motiva y estimula.
No he podido asistir a un colegio elitista como el de Welton en la novela, pero me recuerda... a esos años de incertidumbre adolescente, cuando me habría gustado tener un maestro (no sólo profesor) como Keating. Habría arriesgado más... Quizá dentro de veinte años mire atrás y me recuerde donde estoy hoy, sentado de madrugada frente a un ordenador, y me diga: debería haber arriesgado más.
La literatura es lo que tiene, que nos hace soñar. Nos permite vivir existencias que no hemos tenido y experimentar vivencias ajenas. A menudo nos sirve para desatascar los engranajes cerebrales, engrasarlos y, como resultado, reflexionar.
Cuando esté a punto de morir y me pregunte ¿he vivido? ¿qué me contestaré?
Vi la película el 24 de febrero de 1990 a las cinco de la tarde en el cine Lope de Vega de Valladolid. Me costó la entrada 400 pesetas y me senté en la butaca número 7 de la fila 8.
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