Un libro que me ha hecho quitar el mal sabor de boca de mi anterior lectura. Como cuando masticamos una nuez quemada, que necesitamos tomar de inmediato otra rica para limpiar el paladar y la lengua y para no irnos maldiciendo a las nueces.
Una vez más me he sorprendido yo mismo al soltar una carcajada mientras avanzaba por sus páginas. No siempre hay que leer a los clásicos, ni a los grandes autores contemporáneos. Hay que leer para disfrutar (y me remito una vez más al decálogo de Daniel Pennac en "Como una novela" con los derechos del lector) de buenas historias bien contadas.
El libro adolece de errores de ambientación e históricos, pero ya lo advirtió el autor, así que no me sentí estafado. Por otro lado, en la novela no deja de recordar su mensaje, el mismo que el de "Maldito Karma" o "Jesús me quiere". En síntesis viene a decir que tenemos que aceptarnos para poder querernos y así poder amar al resto del mundo y ser felices. También que si no nos realizamos como personas nos reencarnaremos, en hormiga o en Shakespeare... pero sin moralina.
De esto trata esta novela, de que las almas no mueren, se reencarnan. No son conscientes de sus otras vidas, pues el espíritu sí fallece. Salvo en esta ocasión, en la que Rosa es transportada por un hipnotizador al siglo XVII, a un cuerpo anterior, el de William Shakespeare, para que descubra el verdadero amor. Lo original de esta historia es que el dramaturgo y la mujer comparten el cuerpo, conviven los dos espíritus en una misma carcasa humana. Los diálogos son muy divertidos y las escenas rocambolescas.
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