Ricardo Somocurcio soñaba con huir del barrio de Miraflores en Lima y viajar a París y vivir allí. Consiguió este sueño, trabajando de intérprete. Se enamoró de adolescente de una chica que no le correspondió, pero que acaba entrando y saliendo continuamente en su vida. Una chica camaleónica, ambiciosa, que constituye su amor platónico: la niña mala. Va detrás de ella a Londres y Tokio, vuelven a París… Es un amor que le colma, le desespera, le ata, pero le hace sentir vivo.
Sin embargo, ese amor por Lily, una peruanita que aparece y desaparece en su vida, se parece más a una pesadilla. “La niña mala” tiene varios nombres en su vida conforme se va casando con distintos hombres, siempre de alto poder adquisitivo. Dejó de ser Lily la chilenita y la camarada Arlette para pasar a llamarse madame Robert Arnoux, Mrs. Richardson, Kuriko… Ella era consciente de que lo que quería en la vida era dinero y no se conformaba nunca, siempre necesitaba más. Sólo cuando tenía problemas, dejaba un hueco a Ricardo en su vida para compartir escarceos sexuales en los que ella no se involucraba, se dejaba hacer. Ricardo, como un cordero, protestaba, pero volvía a caer en la tiranía emocional de Lily. Ella sólo parecía disfrutar del sometimiento a su compatriota, se sentía halagada por las cursilerías (huachaferías) que le decía y disfrutaba de su poder sobre él. El niño bueno, el enamorado idiota que traga con todo y que, pese a los años, no aprende. Cuesta creer que alguien permanezca tan ciego a pesar de todo lo que descubre. Si es amor lo que siente Ricardo (el ser humano es muy complejo) se trata de un amor enfermizo. Yo no lo llamaría amor sino enamoramiento, aunque tenga tintes de ambos.
Me gusta algo más el personaje del Trujimán. Precisamente por no ser tan maniqueo ni ideal, es más creíble. No es alguien atractivo, pero su autenticidad hace que caiga simpático. Otros personajes están apenas bosquejados a pesar de no estar de paso en la historia, como el matrimonio Gravoski que acaba viviendo en la puerta de al lado o el señor Charnés, que tanto trabajo le consigue.
Esta novela de Mario Vargas Llosa no es de las mejores. Ni suyas ni en general. Es inevitable tener la sensación de que la escribió por encargo y, pese a que soy el primero en reconocer y defender que el narrador no es un alter ego del autor, creo reconocer o intuir rasgos o pensamientos del escritor peruano en Ricardo Somocurcio, el protagonista. Hay pasajes muy buenos y otros que parecen de relleno. Da la sensación de no estar equilibrada, de tener distinto ritmo, no siempre acorde con la historia. Se lee bien a pesar de algunos localismos idiomáticos peruanos. Sin embargo, hay fragmentos inverosímiles y algunos tópicos. No me creo cómo rompe a hablar Yilal ni su relación con la niña mala.
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