La primera vez que leí este relato, que no tiene tamaño de novela (como propugnaba E. A. Poe, es relato si se lee de un tirón; en otras palabras, claro), no me impresionó demasiado. Agradable, sin más, como una brisa de verano. Ahora llevo tres o cuatro lecturas. No es que constituya uno de mis favoritos, pero le voy encontrando más virtudes, sobre todo de forma. Las metáforas, el lenguaje (y eso que se trata de una traducción), su concisión elegante, el sonido de las palabras... Su brevedad le permite las más amplias interpretaciones por los lectores. En mi club de lectura llegamos a dudar de si se trataba del mismo libro. Sin embargo, todos esos matices interpretativos son enriquecedores, permiten intuir décimas partes sumergidas del iceberg.
Esta historia es sensorial, evanescente, delicada... como la seda. Transmite la calidez y serenidad de un té de amapolas con música de Chopin.
Para qué voy a contar que Hervé Joncour viaja una y otra vez a Japón en busca de huevos de gusano de seda, que vuelve a Lavilledieu, con su mujer, pero que vive obsesionado con una nipona cuyos ojos no están rasgados. Su pasividad, pese a su vida ajetreada, se resume en esta cita: "...Era uno de esos hombres que prefieren asistir a su propia vida y consideran improcedente cualquier aspiración a vivirla. Son personas que contemplan su destino de la misma forma en que la mayoría acostumbra contemplar un día de lluvia".
Otra pepita: "Morir de nostalgia por algo que no vivirás nunca". O cuando se cerraron de nuevo las puertas de la jaula y dentro "centenares de pájaros volaban protegidos del cielo". Para reflexionar...